Claudia Masferrer conversa con Erika Pani (Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México) sobre la evolución de las leyes de migración y naturalización en el México del siglo XIX. Platican sobre las bajas tasas de inmigración en el periodo, así como sobre las paradojas entre el discurso político favorable a los migrantes y la complicada burocracia que les aguardaba.
Tras la Independencia, normar los movimientos de población y la integración de quienes venían de fuera era considerada una facultad esencial de un nación soberana e independiente. Así, a lo largo del primer siglo de vida independiente, en un contexto de inestabilidad política –por lo menos hasta la década de 1870– y debilidad institucional, las leyes de migración y ciudadanía –y su ejecución– reflejaron las aspiraciones y los temores de quienes intentaban construir al Estado mexicano, así como las formas en que imaginaron a la nación, sus necesidades y vulnerabilidades y lo que significaba pertenecer a ella.
Como en la mayoría de las repúblicas que surgieron en América como producto de las “revoluciones atlánticas”, los arquitectos del Estado mexicano vieron en la inmigración el remedio a muchos de los males que aquejaban a estas comunidades políticas recién nacidas: colonos –laboriosos, blancos y “civilizados”– vendrían a poblar espacios que languidecían por falta de mano de obra, a revitalizar una economía estancada y a fortalecer una población pobre y supuestamente “atrasada” y “débil”. Para mantener abiertas las puertas a estos portadores de progreso, no se legisló la entrada de migrantes sino hasta 1909 y, sobre todo durante la década de 1820, se promulgaron leyes de colonización que cedían tierras a los migrantes dispuestos a establecerse en ellas y trabajarlas.
Las leyes de naturalización –aquellas que prescribían lo que un extranjero debía ser y hacer para convertirse en mexicano– fueron redactadas en clave republicana: para convertirse en ciudadano mexicano lo más importante era la voluntad de serlo, ¿cómo?, haberlo demostrado domiciliándose en el país y renunciando a antiguas lealtades. El requisito de ser católico se eliminó después de 1857. Estas leyes, sin embargo, no tuvieron el efecto deseado. A diferencia de otros países americanos, y de manera destacada de su vecino del norte, México no representó un país de destino atractivo para los millones de migrantes que, a lo largo del siglo, abandonaron Europa y Asia para dirigirse al Nuevo Mundo. Entre 1821 y 1910, los extranjeros en México nunca representaron más de 0.78% de la población total, máximo que alcanzaron en 1910. Y si pocos migraban a México, eran los menos los que se naturalizaban: el censo de 1895 registra que poco más de 10% de los extranjeros residentes se había naturalizado. Esta proporción se había reducido a 0.5% en 1910.
A pesar de ser tan pocos, los extranjeros residentes desempeñaron un papel importante, como actores económicos, como miembros de una “inmigración privilegiada” que utilizaba la extranjería como recurso para asegurar sus intereses. A contrapelo de discursos y supuestos normativos favorables a la inmigración, las regulaciones y las prácticas burocráticas revelan la desconfianza y ansiedad que provocaron los extranjeros a los hombres públicos mexicanos, que procuraron registrarlos, arraigarlos, sujetarlos a la autoridad y, en algunos casos, excluirlos de ciertos espacios, de ciertos derechos y de ciertas actividades, contribuyendo a la ambigüedad de la experiencia de migrar a México en el siglo XIX.
Pani, Erika y Julián Durazo-Herrmann, “Para poblar un continente: ley, gobierno y migración en América del Norte durante la era de las puertas abiertas”, Istor. Revista de Historia Internacional, núm. 49, pp. 131-157, 2012.
Pani, Erika, “Por ser mi voluntad y así convenir a mis intereses. Los mexicanos naturalizados en el siglo XIX”, Historia Social, núm. 78, pp. 61-79, 2014.
Erika Pani es doctora en Historia por El Colegio de México (1998) y profesora investigadora en la misma institución. Trabaja sobre la historia política del siglo XIX en México y Estados Unidos. Ha publicado Para pertenecer a la gran familia mexicana: procesos de naturalización en el siglo XIX (2015) y, con Theresa Alfaro-Velcamp, Julián Durazo-Herrmann y Catherine Vézina, Migración y ciudadanía: construyendo naciones en América del Norte (2016).